Víctor Alfonso Arias
Queriendo hacer transitar lo mío
sobre el abecedario y las palabras
descubrí que ya no soy el mismo niño
que soñaba con dominarlas a la orilla del río.
Hoy, ya preparado para mirar el mar,
añoro las pequeñas quebradas andinas
y la voluntad de bañarme en fríos riachuelos;
pero, atrapada en alguna rama, me pregunto
¿Qué haces inspiración?
Me acompañaste, fiel pasajera,
en los vasos de las cantinas pobres
y en las sonrisas tristes de los alegres burdeles.
Encontraste belleza aún en las fétidas alcantarillas
y hoy no eres novia mía, nuevamente,
ni en los atrios de las catedrales.
Perdóname, no me elevo a tus regiones
escondiéndome del viento frío,
y cada vez más siento que te necesito,
aunque de ti solo me quedan los restos
que saborea mi memoria
cuando transita por los felices días
que presidías en el adolescente ayer.
Víctor Alfonso Arias
La ciudad pequeña y provinciana
aún tiene lugar para mí, siempre lo supe,
pero su más querido encanto
es remontar los años y devolverme
la vida de un niño que exploró sus techos,
sus aguas, sus tapias, sus cerros, sus sótanos,
sus criptas, sus bosques, sus patios, sus parques…
Todo ello sucedió sin saber que soñaba y jugaba,
acariciado por el sol, la lluvia y el viento;
llevado de la mano por mi padre y mi madre;
protegido por esos ancianos abuelos y familiares
llenos de consejos, sonrisas y risas.
Pero, si algo añoro ahora es la presencia
de aquellos ambiciosos aventureros que,
cansados del fútbol callejero y encestar pelotas,
eran capaces de trasponer los dinteles prohibidos
para, en la puerta, jugar a la guerra,
a ser artesanos del lodo arcilloso,
a descubrir con sus perros el mundo
del que nos separaba el arroyo.
Primos y primas, amigos y amigas,
todos entraban a la casa de mis abuelos,
cuando la vida era fiesta
y los cafés eran maltratados y consumidos
antes de que se vuelvan amargos.
Víctor Alfonso Arias
Castigado y herido,
el noble toro no se explica
su existencia es esa plaza ebria,
donde el cenit no oculta ninguna fantasía.
Sus adoloridos ojos buscan
al varilarguero que probó su casta,
pero los clarines cubren la retirada
de la cabalgadura apitonada y ciega,
con su cruel jinete.
Entonces surge,
desde el rincón más oculto del ruedo,
el banderillero armado de dos puñales,
que despiadados siente el astado
dentro de su carne.
El público vibra y aplaude
la rápida huida del verdugo,
el toro gime enloquecido y
meneando la cabeza no encuentra su incógnito
enemigo.
Nuevamente el rito se repite,
los mostrados ganchos empapelados hacen rugir
a la multitud,
se inicia la carrera, se detiene y vuelve a
emprender;
los pitones alzados, las patas meneándose en el
aire,
la sangre desperdiciada antes de la faena,
y ya la gloria no es del toro
sino de su cobarde torturador.
La música premia el baile del bailarín y el coso
entero da inicio a la fiesta noctámbula,
nuevas banderillas adornan al bravo animal,
el tercio del torero ya no tiene sentido;
el novio busca en vano a la muerte,
el que huye de ella ha triunfado.
Víctor Alfonso Arias
Durante unos momentos
las fantasías ocultaban al abismo
y el cataclismo de risas
nos precipitaba hacia las sombras
arrastrando con nosotros el universo
y todas sus estrellas.
El ritual se repetía
durante la mañana, la tarde, la noche
de los días, los meses, los años.
No ignoro la felicidad
de encontrar al sol en algún amanecer
repleto de sueños angustiosos,
no olvidados por inolvidables;
pero descender a los infiernos de la tierra
no era la recompensa que buscábamos
en las copas que vaciamos
y los tragos a cuya servidumbre
encomendamos inmensas ilusiones.
Adiós sabio océano de fulgurantes respuestas,
la lúgubre lucidez de las madrugadas
ya no es una necesidad del mundo
sino un vicio del alma,
al cual jamás condenaré.
Víctor Alfonso Arias
Recorriendo las célibes arenas,
cada una esculpida por mis manos,
dí con la historia y geografía de mi mundo;
estaba desnudo, rodeado de mis pecados y mis
/obras;
hasta por Dios abandonado, ninguna fuente reflejaba
/mis máscaras heréticas.
En las torbellinos de polvo
mi rostro no se reconocía en otros rostros,
durante las noches había puesto mi destino en las
/estrellas y la luna;
negándome a que mi sombra me acompañara,
en los días que el sol, tacaño, me reconocía.
Un día, mientras caminaba por ese mar seco y sin sal,
me quiso enseñar sus secretos un pájaro pequeño,
porque deseaba albergarme al pie de su perdido
/nido.
Pude volar y la noche se hizo innecesaria,
despertando nuevamente mi pasión por lo infinito.
Pronto, juntos ya dominábamos el cielo
y aventurándonos en sus lejanos horizontes,
descubrimos, al pie del púrpura más triste,
las flores de un inmenso y fuerte arupo,
y, en él, al nido y la muchacha.
Víctor Alfonso Arias
No había dado ninguna noche por perdida,
el misterioso encanto de la luz
me unía a la ciudad con su arrebatado firmamento,
siempre busqué la felicidad en cada trago consumido,
la oscuridad era mi estado y compañera.
Estaba cansado de vagar y bogar
por las mojadas calles de pavimento oscuro,
cuando encontré a la puerta de mi casa
el hogar de mis amigos,
el sitio de carnavalescas fantasías,
la vena abierta a quijotescas carcajadas,
el vestíbulo del cielo y el infierno.
Era el Hendaya, la habitación abierta a los sueños
/de un hermano,
el refugio para la soledad instigadora de mis vicios,
el pentágono de líderes rebeldes,
el viejo bar, imaginado, que murió siendo niño todavía.
Mi pacto con la sociedad
no contemplaba la destrucción de esa vertiente,
testiga del amor
y sus festines embriagados
llenos de semilúcidas ideas.
Adiós barra de madera aristocrática,
fin de mi juventud.