Castigado y herido,
el noble toro no se explica
su existencia es esa plaza ebria,
donde el cenit no oculta ninguna fantasía.
Sus adoloridos ojos buscan
al varilarguero que probó su casta,
pero los clarines cubren la retirada
de la cabalgadura apitonada y ciega,
con su cruel jinete.
Entonces surge,
desde el rincón más oculto del ruedo,
el banderillero armado de dos puñales,
que despiadados siente el astado
dentro de su carne.
El público vibra y aplaude
la rápida huida del verdugo,
el toro gime enloquecido y
meneando la cabeza no encuentra su incógnito
enemigo.
Nuevamente el rito se repite,
los mostrados ganchos empapelados hacen rugir
a la multitud,
se inicia la carrera, se detiene y vuelve a
emprender;
los pitones alzados, las patas meneándose en el
aire,
la sangre desperdiciada antes de la faena,
y ya la gloria no es del toro
sino de su cobarde torturador.
La música premia el baile del bailarín y el coso
entero da inicio a la fiesta noctámbula,
nuevas banderillas adornan al bravo animal,
el tercio del torero ya no tiene sentido;
el novio busca en vano a la muerte,
el que huye de ella ha triunfado.