Bípedo Contemplativo

(I) Perfil de ilusión

Julián Morel y Alberto Silva, dos amigos íntimos, jugaron con el amor en sus años mozos, echando suertes a la felicidad o a la malaventura. Estos dos novicios de la existencia fueron dando forma a sus episodios para lo fugaz, el uno, y para la vida entera, el otro, en su paso por la adolescencia. ¿Quién escapa a este juego naciente, en la edad temprana? Para unos, lo que se llama amor, tiene engañoso aroma de ilusión, en deletérea aventura pasajera, en tanto que para otros es una emboscada seria, en la que quedan definitivamente atrapados.

Morel era un muchacho que no servía para nada, pero que tenía sangre dulce para hacerse de amigos. Alegre, bromista, cordial, era el tipo que atraía, que caía bien. Gastaba el tiempo en pasear, vagando con los amigos y galanteando a las chicas que se hallaban al paso. Su amigo Silva estudiaba, era de natural serio, adentrado en sí mismo, de temperamento apasionado que odiaba las veleidades. Ambos tenían amistad con las muchachas de dos familias próximas, simpáticas primas que vivían en casas juntas que se tocaban. La bella Alicia había llegado a impresionar hondamente a Julián Morel. De otro lado, la morena Isolda constituía la ardorosa atracción de Alberto Silva.

Para Julián, esa amistad, que era amor sentido, no pasaba de la búsqueda de diarias oportunidades para ofrendar, a distancia, miradas furtivas a la encantadora Alicia, blanca, musical, pues solía entonar dulces y sentimentales canciones. Nunca había logrado entrar a fondo en el trato con la chica a quien Morel amaba secretamente. Se contentaba con darle innúmeros pases por el frente de la casa, y parece que nunca encontró suficiente resolución para declararle formalmente lo que sentía por ella.

Alberto, en mejores circunstancias, podía entrar de visita en casa de Isolda, de cuando en cuando, aunque, muchacho aún, no podía atraer, en serio, la atención de los padres de la chica, ni podía desenvolverse en alguna forma divertida, por su natural reservado y cohibido, en el círculo que infaltablemente le tendía la gente mayor de la familia, sin conceder un minuto de aislamiento a la inocente pareja de aspirantes a enamorados.

Tiempos ya idos en los cuales las muchachas vivían como enclaustradas. No se podía verlas ni saludarlas sino cuando iban al colegio o rondando sus casas. Por eso, las esquinas de las calles eran los lugares estratégicos que poblaban grupos de jóvenes ávidos por hacer el amor a la pasada. De ahí que Julián y Alberto, incapaces de resoluciones heroicas para menudear las arduas visitas a casa de las primas, preferían la constancia sin tregua y el cansancio idiota de ir y venir por la vereda que les permitía alguna vez, de día, mirar a la dulce amada por casualidad o si de propósito ella se paraba en el interior, frente al zaguán, para dejarse ver y saludar.

¡Qué tiempos aquellos, de insensatos prejuicios! ¡Cuándo como ahora, los jóvenes y las muchachas podían verse y hablarse libremente, a solas, en casa o en lugares de paseo!

Pasaron años así, ¡cosa increíble! Años de tormento y asiduidad para los dos amigos: una verdadera condena a largo plazo.

Al fin, Julián Morel, definitivamente frustrado, sin esperanza, abandonó su amor que nació y se quemó en mera ilusión. Como exiliado por su propio querer, marchóse de la pequeña ciudad y quedó cortado el compañerismo de los dos amigos, a través de largo tiempo.


(II) Los círculos fatales

Julián Morel se aventuró por tierras extrañas. Le era igual sufrir o morir en la ciudad aldeana como en cualquier otra parte. Lejos, permanentemente ausente, esperaba que el recuerdo se fuese debilitando poco a poco, hasta esfumarse y borrarse del todo.

Lo que le importaba era salir de la rutina amarga y estúpida, cual era vivir como quien mira una estrella inasible, incesantemente obcecado, soñando con el amor de una mujer hecha para azucena de castidad, sin ser correspondido.

¡Al diablo con su miserable y triste suerte! Había nacido él para vagar y huir, ocioso y sin objetivo, como perro sin dueño. Pues a recorrer tierras extrañas! Y así, de pueblo en pueblo, se fue a lejanos confines.

No había transcurrido mucho tiempo, cuando su amigo Alberto, que quedó encadenado al terruño natal, recibió carta del ausente. ¡Qué diablo de hombre! Increíble sujeto. Se había vuelto aventurero a carta cabal. Una tras otra, a pocos meses, llegaba su correspondencia en la que revelaba arrestos imprevistos, insospechados. Hablaba de mujeres, de empleos a conseguir, de audaces empresas. Empezaba a dejarlos chicos, apocados, a sus camaradas provincianos, ante los cuales, en la tierra chica, él se sentía muy inferior.

Lo que vale salir. Éste sí que no había sido profeta en su tierra. Ya sorprendería luego con situaciones de no esperarse, de no haberse imaginado nunca.

En cambio, el tímido Alberto, con su carga sentimental, de la que no pudo sacudirse, permaneció enclavado en la pequeña ciudad. Su padre veía que este pobre chico se consumía, que sufría un mal de amor extraño, de esos que se agotan y anulan, que deprimen y aniquilan, como un virus de raíces lacerantes en lo profundo… Un mal que el padre experimentado, fuerte y de temple de acero, no había conocido nunca, ni podía imaginárselo. Veía como única salvación para su hijo el enviarlo a cursar estudios en la capital. Pero Alberto no dio oídos a tal proposición. ¿Separarse de la chica? Cosa imposible. Podría venir otro a ocupar su lugar y si ella no le fuese leal, para él sería la muerte. Por otro lado, no podía desprenderse de su madre. Nunca se había alejado de ella. No podría dejarla sola, sin él, por mucho tiempo. Sin el contacto con estos dos amores supremos, el muchacho no podría vivir. Su desmesurada manera de sentir lo conducía a un destino inevitable: el destino del condenado. Si este amor se había alimentado mucho tiempo, desde su amanecer adolescente, no podía subsistir en la insatisfacción que, de tanto durar, lleva a la desesperanza y al desmedro irremediable. Amor y pasión, en Alberto, habían creado demasiados hilos íntimos que el tiempo los fue estrechando cada vez más, para dejar cerrado, definitivamente, el nudo de su destino. La solución para Alberto no podía ser otra: casarse; sí, no había otra forma, aunque no terminara aún la carrera de sus estudios.

Habían pasado años. Julián Morel, el vivaz aventurero, se desenvolvía por tierras del Caribe. El aire de los mares distantes había renovado su espíritu, haciendo de él un hombre avisado, práctico, oportunista, dado al goce del amor ligero que le ofrecían las ardientes muchachas del trópico, según confesaba su correspondencia. Pero en medio de todo, de cuando en cuando, deslizaba en sus cartas preguntas que revivían el recuerdo de su amada ideal y distante. El amor imposible también tiene raíces misteriosas…

Cierto día recibió Alberto el anunció del regreso de Julián al lugar natal. Llegó con la llaneza ingenua del amigo de siempre, sin ostentaciones ni falsos cambios. Su personalidad era la misma, pero afloraba en ella una expresión definida que la afirmaba en sus contornos naturales. El encontró con la misma naturalidad a Alberto e Isolda, sorprendiéndole gratamente el cortejo de la familia ya crecida que ellos habían formado y que para Julián era lo único nuevo que descubría a su alrededor.

En la pequeña ciudad halló todo lo mismo. Pero un detalle… “¿Y ella?…”, preguntó Julián. Indudablemente se refería a Alicia, que no era ya la flor espléndida de su juventud. Se había marchitado un tanto. Acaso ella también haya sufrido alguna desilusión que habría cortado sus anhelos secretos… Se habían despejados los caminos. Alicia y sus hermanas mayores vivían solas, bajo la sombra de la madre anciana, que había enviudado.

Julián, con los arrestos de hombre bien hecho y rodado por el mundo, propuso a Alberto hacer juntos una visita a Alicia. Cuando se realizó, las cosas no tuvieron nada de particular. Se vieron y hablaron como buenos amigos. Ya no había lugar para alentar ningún amor, porque cuando este se ha quedado apagado como una hoguera a la distancia, no queda ni el moribundo rescoldo que no se enciende bajo cenizas. Fue una sola visita y una sola despedida, esta vez para siempre. Julián, al sumirse de nuevo en su ausencia definitiva, no dejó acaso ni el hálito de un suspiro, pues Alberto no le oyó pronunciar palabra alguna sobre su perdido amor. Cayó el telón del olvido sobre su pasado ya muerto.

***

La vida de Alberto e Isolda, igual en el amor y la ternura en los primeros tiempos, se vio enturbiada, con el correr de los años, por ese paulatino e insensible amortiguamiento que la existencia invariable va haciendo pesar sobre el amor, adormeciendo, poco a poco, el acicate de la pasión y el interés que despierta el propio amor viviente, en su plenitud, cuando aún no está relegado al fondo, por la costumbre que lo torna monótono y trivial. Así, pues, llegó el tiempo en que, supuesto el amor, en la superficie de los días de Alberto e Isolda se enseñoreó la aparente indiferencia, con su frialdad de ama intrusa a quien no se ha llamado, pero que, una vez asentada en el hogar, lentamente va ejerciendo su dominio. Llegados a este punto, la vida de los dos, sabiéndose el uno dueño del otro, no encontraba ya nada nuevo, nada que alimentara su mutuo amor con nuevas emociones, con el fluir de una fuente ideal que fecundara su espíritu en dichosa comprensión. La vulgaridad está, precisamente, en la vida prosaica, uniformemente cansada. Y cuando sólo cuenta el habito cotidiano y lo rutinario, lo mecánico, lo material, no hay amor que aguante. Toda ilusión se marchita con el toque rudo de la realidad. Lo único que sostiene y alimenta el amor es el ideal, acercador, comprensivo, que forma una sola alma en los seres que se aman. La sola pasión, el sexo, es la trampa más traidora del amor. Sin embargo, el adolescente, con frecuencia, se engaña, y en los arreboles de la vehemencia, que la pasión inflama, cree que siente amor, y aunque ame verdaderamente, si no encuentra la mutua afinidad que funde dos almas en la comprensión de ideales, se frustra la ilusión soñada.

Como la lluvia lenta, pertinaz y menuda, que cala y entumece, el frío aburrimiento se cernió en el gastado tamiz de la vida cotidiana. Faltaron diariamente las confidencias y ternuras de los primeros tiempos, las entrañables palabras que expanden y elevan el alma.

Hasta que un día, horrendo y aciago para Alberto, sucedió lo que él nunca pudo desear ni prever.

Como tantas otras veces había acontecido, en esta ocasión fueron surgiendo de la nada palabras necias entre Alberto e Isolda. La terquedad e incomprensión de ella ofuscaron, súbitamente, el ánimo exaltado de Alberto. Nunca le había ocurrido cosa semejante. Siempre, en situaciones parecidas, había optado por callarse y salir del lugar de la discusión. Pero, en esta vez, le sobrevino, fatalmente, un impulso ciego, irrazonado e incontenible, una fuerza inconsciente que le impulsaba a golpear, con la brutalidad de una represalia sin palabras. Y así lo hizo, mecánicamente, acercándose a Isolda y descargándole un golpe en la cara. Ella dio un grito exagerado: “¡Ay, me mata!”. Entonces él volvió sobre sus pasos, con la sensación de haber cometido una locura, un hecho atroz, tras el leve pero ofensivo golpe.

Salió de la habitación todo él confuso, aturdido, como enajenado. Los labios secos. Le faltaba el aliento. Sentía en todo su ser, en lo íntimo del alma, en sus fibras, en su carne, en el esqueleto vestido y móvil de su cuerpo, un declinar de sus fuerzas, el desequilibrio de una angustia intensa que lo colocaba al borde de un desvanecimiento. Esto le impedía caminar con seguridad e iba por las calles, lento, como un sonámbulo, sin saber a donde dirigirse. Instintivamente, tomó el rumbo que lo llevara a las afueras de la ciudad, a la inmediación del campo, huyendo de todo el mundo. Por casualidad, encontró una casa aislada, en la que observó, al paso, que había algo de beber. Pidió cerveza para dejarse estar ahí, solo, en un cuartucho desmantelado, sin que nadie reparara en su presencia. Cansado de beber, al cabo de unas horas, sintiéndose un tanto calmado, más dueño de sí mismo, decidió volver tarde a su casa. Cuando llegó, se le hizo difícil penetrar. Había venido caminando como un ente extraño, sintiendo las sensaciones que, con toda seguridad, han de sacudir el ánimo de un presidiario que ha salido pagando su crimen y se siente confundido, entre temeroso y anhelante, al ir a traspasar el umbral de su vivienda, donde tiene que encontrar a alguno de los suyos, o la impresión igualmente confusa, desordenada, inquieta, que debe sentir el loco liberado, a quien se considerase capaz de recomenzar una vida normal.

Alberto no estaba loco, pero sí sentía la sensación oscura de que no fue él, de que momentáneamente e insospechadamente, en aquel arrebato extraño había surgido en él un impulso ajeno, el de un espíritu demoníaco, el impulso de algo que, no siendo él, había estado escondido, embozado, en lo recóndito del ser… Y es que no sabemos cuántos maléficos espíritus o demonios ocultos alientan en las penumbras interiores de nuestra humanidad.

Definitivamente, Alberto no se conformaba con que hubiese dejado de ser el mismo de siempre, el mismo que en tantos años vino amando, con delicada y honda pasión, a su Isolda. No sabía como borrar su culpa. Se sentía anonadado, constantemente herido por una espina adentro, como destruido.

Si todo había cambiado y la fatalidad destructora, que es el sino del tiempo, había mostrado que ni él ni Isolda eran ya los mismos, mejor quería acabar o hundirse en una soledad absoluta, hasta que el amor velado o el definitivo desengaño dijesen su última palabra.

Se acordó Alberto de que hacía algunos años, en la mocedad con Julián Morel, se invitaban a cualquier parte para hacer correrías de campo. Fueron una vez a un terreno abrupto, solitario, escondido entre breñales y quebradas, donde había una pobre casita de la hermana de Julián. No distaba mucho. Alberto recordaba el camino.

La idea de ir allá nació de repente en la mente de Alberto, como inspiración halagadora. No había otro refugio comparable, para confinar su angustia. Pidió la casa a Teresa, la hermana de Julián. Tomó lo indispensable y marchó a ese reducto cerril. “Voy a pasar una semana en el rancho de un amigo” -dijo- y se despidió de Isolda hasta pronto.

Fue a tranquilizar su espíritu lacerado, a tender y adormecer su angustia en el paraje abrupto, estéril, como la ruina de su alma, en el cual, sin embargo, su espíritu se aquietaba, fundiéndose en la contemplación y la soledad y la soledad del agreste paisaje, cual un alivio dulce en un lecho de plumas. Acordes con su estado y la postración de su ánimo, se presentaban a su vista, como hermanos que ha estropeado la vida, los no lejanos breñales del otro lado del río que corría por la cañada inmediata; los desgastes rocosos, cual columnas pétreas de antiguos castillos derruidos, que remataban en figuras cónicas, grises, amarillas y rosáceas. Tenían para su angustia, para su sed de soledad abismal una atracción extraña: la landa estéril y despoblada, las quiebras de los cercanos ramblares, los faiques umbrosos, insinuantes, acogedores. En el pedriscal del ribazo, donde se hallaba la vieja y abandonada casa, le atraía la vegetación extraña que se ofrecía a sus ojos, y se sentía calmado, tranquilo, consolado, a la vista de los cardizales, de las matas aisladas de pencas, de los grises nopales y del árido terreno poblado de moshquera. La casa cerrada, vacía, desmantelada, le pareció un asilo acogedor. Amaba lo rústico, lo simple, lo primitivo, donde se palpa la tierra desnuda del suelo pisoneado y las llanas paredes de barro rellenas, que forman tranquila y dulce cabaña. Para Alberto, aparte de las mansiones señoriales y espléndidas, brindaban también cierto atractivo las humildes casitas y cabañas, aisladas en las faldas de los campos, a la vera de los caminos. Para él, todo esto se hermanaba y confundía en un hondo significado: el dolor y sencillez de las gentes humildes, la pobreza, el sudor y la comunión, uncida y dulce, con la tierra, nuestra madre y “nodriza”.

Pasaron los días de la agreste y solitaria recuperación de Alberto. Se sentía ya tranquilo y aliviado. El cambio radical de ambiente, labrado como un pozo donde fue a descargar su angustia, le dejó aquietado, sereno, para la vuelta al hogar. Y a seguir viviendo, como antes, la existencia de siempre…


(III) El último viaje

Aquello no era la vida que habían anhelado los dos. En verdad, Alberto no deseaba existir tan sólo para el amor. Pero si amaba y era amado, debía sentir la ventura que en ello se encuentra. Isolda debía demostrárselo, como en la edad moza y prometedora. ¿Habría sido pasión solamente? Alberto cavilaba: la pasión en sí, que el sexo alimenta y en él se inspira, a través de todos los disfraces, dura lo que puede durar el goce que le es propio, hasta cuando tenga aliento.

Pero el amor subsiste aunque la pasión fenezca y a través de todas las edades. Y con el amor la ternura, con el amor la comprensión plena, la compenetración de las almas, en todo tiempo. Estos sentimentalismos le llevaban a Alberto a despertar por la actitud extraña, apagada, indiferente, que traía Isolda para con él, no sabía desde cuando. Cansado estaba ya de sufrirla. ¿Acaso Isolda no le conoció triste, en la mejor juventud y en los largos años de enamoramiento?

Nunca mostró Alberto preferencia y apego a las diversiones. No le entusiasmaba el baile. La danza era contrapuesta a su carácter grave y callado. Sólo encontraba placentero el bailar con su amada Isolda. Cuando ella lo hacía con otros, él no podía ocultar su ansiedad, la profundidad de su tristeza. Isolda le contemplaba, medía su inquietud, palpaba su melancolía, y cuando ella pasaba con su pareja cerca de donde él estaba, le hablaba con los ojos, con el lenguaje claro, dulce, tierno de esos ojos que él tanto amaba. En ellos leía que Isolda, entornando su amoroso mirar, a él le decía: “¿Qué tienes, qué te pasa, por qué te pones así?” Y entonces él quedaba consolado. Sí así era Alberto, si Isolda le conoció irremediablemente triste, ¿para qué le amó? Sin duda, para curar su mal de amor y darle felicidad. Y así fue. Pero cuando la pasión que hervía dentro del amor se quemó en largo tiempo, hasta quedar en cenizas, ya no fue lo mismo, porque el amor de Isolda se encerró en la reserva, en la frialdad y en algo parecido a la indiferencia. Sin embargo, había un amor, pero lo insólito estaba en que Isolda se lo demostraba a Alberto sólo cuando los dos se separaban, cuando mediaba una ausencia. El afecto que ambos se prodigaban cuando volvían a estar juntos no compensaba el frío de la soledad que Alberto soportaba largo tiempo. Se esfumaba el instante fugaz de ternura que ambos experimentaban cuando volvían a estar juntos y luego continuaba y se enseñoreaba la misma vida que ella imponía.


¿Quién decir podría que entiende lo que es la sangre? ¡Oh, si de repente enrojecieran los mares!

(Novalis)

Alberto e Isolda habían deseado hacer un viaje y en efecto lo resolvieron. Se dirigían a la costa, anhelando un cambio profundo de impresiones.

El carro tramontaba veloz la altura de la serranía. Serpenteaba la carretera a través de la montaña cerrada. La belleza esplendente de la mañana soleada en las tierras bajas, quedó nublada en las agrestes alturas. Dejando atrás los pajonales del páramo, el escalonado descenso de la carretera iba mostrando, al paso, primero los grandes y variados helechos; luego la tupida y exuberante vegetación entre la cual surgían achiras gigantes de largas y anchurosas hojas; en la innumerable variedad de lo selvático, destacábanse árboles finos, enhiestos, que se elevan como mástiles; otros altos y frondosos, en ardiente policromía; después, entre la broza de cultivos, ya asomaban los árboles de caucho o los atrayentes cacaotales, y, fluyendo las distancias, a uno y otro lado de la vía, la sabana verde, uniforme, de inmensos bananales que dan la sensación de ubérrima, maravillosa, de la fecundidad y belleza de nuestras planicies tropicales.

Era una fulgente tarde de verano. El día declinaba en un océano celeste de suave, transparente y tibia luz.

En la luminosidad del crepúsculo en marcha, belleza y dulzura armonizaban con el hálito tibio, carnal, del ambiente costanero. La brisa de la hora impregnaba, suave, sus caricias aladas, en el ámbito inconmensurable. Efervescencia del cálido corazón tropical, atemperado en el atardecer luminoso, que lleva al alma milagros de visiones interiores, con esa dulzura y claridad que ha de sentir la propia alma en el momento de morir, lúcida y calma, cuando una deliciosa tranquilidad transparente la lleve a asirse como de un claro rayo de luna que le sirviera de puente hacia el infinito, maravilloso y eterno.

Crepúsculo del trópico, calor de sangre viva, ola de espíritu que anega y envuelve dulcemente. Tibieza de sangre alada, en la brisa templada y liviana de la hora tranquila. Incitación en todo lo que nos rodea.

El alma de Alberto rebosaba de alegres e imponderables encantos ante esos portentos de la naturaleza que, por cierto, ya los había gozado en veces anteriores. No era un asombro de primera ocasión. Su espíritu, vuelto a la luz y al estímulo de vivir, volaba, raudo, en el afán de encontrar el mar inmenso. Habían llegado a la cuenca más baja y plana, donde se percibe, como una niebla de verde pálido distante, un horizonte sin riberas. El aliento del mar estaba próximo.

Por fin cruzaron las primeras arenas aún cubiertas de vegetación y luego la tierra se abrió, como un vientre anchuroso, de enorme elipse, que abarcaba el mar puro, verdoso y ondulante. Llegaron a la línea semicircular que limitaba una extensa bahía. La playa tendida, amplia y de agua baja, invitaba a sumergirse en el suave y espumoso oleaje.

Pero era la hora del postrer incendio solar y Alberto no quería perderlo sin gozarlo con toda su alma. Nada había admirado tanto como el espectáculo grandioso del poniente en el mar, cuando la esfera inmensa del sol -sol dos veces sol del que luce en la serranía- se deja mirar en plenitud, cual ascua viva de oro deslumbrante, y ya paulatinamente hundiéndose en el confín lejano y combo del horizonte.

Desde la ribera llana, de limpia arena tendida, observó Alberto, a algunas cuadras de distancia, un acantilado irregular que se destacaba en un recodo del extremo circular de la playa. Atraído por la pompa luminosa del poniente, se dirigió allá. Solitario y sumido en éxtasis, para contemplar desde la altura del acantilado el naufragio del sol en el océano, ese inmenso sol, de rojo pálido visible, que ya no deslumbraba y se dejaba admirar. Subió al acantilado, de risco en risco, hasta un molón elevado. El mar, al pie, arreciaba su potente oleaje, con revuelo de crecientes espumas.

Alberto logró descender un peldaño del abismo, para sentarse a contemplar el sublime espectáculo. Siguió con mirada absorta el lento declinar del astro, cuya roja esfera se iba cortando en la línea del horizonte, como una luna en menguante. Ajeno al flujo intermitente, no advirtió el momento en que una ola inmensa, alta como una pared andante y demoledora, se acercó violenta y fue a chocar en el acantilado, con el monstruoso impacto que imprime el mar en las rocas.

Es el destino del mar y el destino de quien no sabe medir la fuerza arrolladora de sus entrañas hirvientes, inconmensurables y móviles. El océano atrae, cautiva el color de su espejismo, encanta y arroba el alma por su majestuosidad oscilante y grandiosa; pero también aterra, por lo abismal e impetuoso.

Alberto, probablemente, no sintió el tiempo de un segundo en que fue barrido por el poderoso elemento. No percibió el instante fugitivo en que fue cortado el éxtasis de su contemplación, que tanto le embebía.

Muerte bella, en el sentimiento intenso de lo bello; muerte dulce y tranquila, por la inmersión violenta en lo insondable y profundo, donde no quedan restos ni señales, como él lo hubiera deseado. Así, sin quererlo, encontró Alberto la muerte excelsa que buscó Ganivet.